martes, 2 de diciembre de 2014


OLMI Y EL CINE ITALIANO* (Segunda parte)

Por Enzo Natta

Si esto es, entonces, el mundo de Olmi, ¿en qué humus implanta sus raíces? Indudablemente, en el neorrealismo, porque Olmi, que ha comenzado a hacer películas en los años cincuenta, como todos los autores de la época, ha seguramente bebido de la fuente del neorrealismo. Pero, ¿de cuál neorrealismo? Porque neorrealismos los hay variados: está el poético y humanista de De Sica y Zavattini; el político y social de Visconti y De Sanctis, el comunitario y solidario de Rossellini que tendía a reconfortar a los seres humanos con el espíritu de la comunidad y buscar en el vínculo comunitario la fuerza para poder reforzar el lazo entre los seres humanos. Sin duda, este componente del espíritu humanitario, del principio de solidaridad, de subsidariedad, de autonomía se detecta también en las películas de Ermanno Olmi, nutrido por el humanismo integral de Maritain y de Emmanuel Mounier, críticos en comparación con la ideología marxista y la filosofía existencialista, que proporcionaron una idea limitada del hombre.

Mientras tanto, Omi no vive en Roma, no participa de actividades, no frecuenta reuniones corporativas, no toma la palabra en los congresos, no firma manifiestos de protesta, pero vive en la espléndida soledad de las montañas de Asiago sin formar parte de un lobby, grupo o grupúsculos. Ya en esta actitud se expresa su espíritu de independencia. Y cuando habla, lo hace a través de sus películas. En ningún caso es más apropiado decir que la obra es el autor y el autor es la obra. No obstante lo cual, Olmi no se ha refugiado nunca en la autobiografía típica de ciertos autores que hacen siempre la misma película y hablan siempre de ellos mismos. En este punto, me viene a la cabeza la historia de Flaubert y su habitación.  A un joven aspirante a escritor que le pedía consejos sobre qué escribir, Flaubert respondió “Comienza por tu habitación”. Y luego rápidamente añadió: “Pero recuerda también abrir la ventana”. En su cine, Olmi ha siempre relatado su habitación, ha siempre expresado sus problemas, su mundo, sus sentimientos, pero al mismo tiempo no ha olvidado asomarse a la venta y observar a la gente pasear por la calle. Observar, mirar fijamente, retratar: tres reglas que han puntualmente acompañado su método de trabajo.

Hojeando el cuaderno de Jeanne Villon, editado por Castoro, he encontrado una entrevista que en abril de 1970, Olmi me había dejado para la Revista del cine. El título era “Detesto el personaje en clave heroica”, título que traducía exactamente una idea suya: “No quiero héroes en mis películas, me quedo con el hombre”. Sus antihéroes son los humildes, son los últimos del Evangelio, aquellos que dan el título al film escrito por el padre Turoldo, y dirigido por Vito Pandolfi: film padre de El árbol de los zuecos, y que tenía un solo error: el llegar demasiado pronto, hasta el punto que el “Morandini”[1] usa el adjetivo “intempestivo”. Al contrario de El árbol de los zuecos, que fue incluso tempestivo llegando en el ‘78, cuando (después del ‘77, los años de plomo, el secuestro y el asesinato de Aldo Moro) se redescubrieron aquellos valores humanos para los cuales un único y cínico coletazo usó una expresión horrenda: el retroceso.

Claudio Sorgi: cura y crítico cinematográfico, en 1968, lamentaba el hecho de que las películas de Olmi fueran vistas por pocas personas. Exactamente, diez años después, encontramos la inversión de esta tendencia: El árbol de los zuecos permitió a la empresa Italnoleggio, coproductora del film junto a la Rai, mantenerse otros dos años gracias a sus ingresos. Y habría podido seguir adelante mucho más si contra El árbol de los zuecos no se hubiera cometido una acción de las más mezquinas e ignominiosas que se pueden imaginar: dado que el film había sido producido exclusivamente con la colaboración de la mano pública, la Asociación de Productores Privados (Anica) no quiere candidatearlo como película italiana en la competencia de los Oscar. En su lugar, prefieren I nuovi mostri [2].

* Artículo extraído del libro Ermanno Olmi. L’ esperienza di Ipotesi Cinema, a cura di Elisa Allegretti e Giancarlo Giraud.

Traducción: Adriana Scaglione

[1] En Italia, famoso diccionario de cine, cuyo autor es Morando Morandi.
[2] Film colectivo dirigido por Dino Risi, Ettore Scola y Mario Monicelli.
 

martes, 28 de octubre de 2014


OLMI Y EL CINE ITALIANO (Primera parte)

Por Enzo Natta*

La imagen de apertura que ha comparado a Ermanno Olmi con un río fluctuante, es decir, con algo que desaparece imprevistamente para reaparecer después, me ha parecido muy apropiada. He conocido esta sensación no hace mucho tiempo, leyendo un artículo publicado en un periódico de importante peso específico, y no solo dicho en un sentido metafórico, visto la cantidad de suplementos que incluía. “Vaya” me he dicho, “que el río fluctuante reaparece”. Siempre despistando, Olmi ha reaparecido, nuevamente desaparecido y reaparecido otra vez. Lo había hecho al principio con un Otello leído con la mirada puesta en la actualidad, donde el caso de O. J. Simpson, el campión americano acusado de haber matado a su mujer y protagonista de una fuga rocambolesca, añadía a la crónica instrumentos clásicos de la cultura como tragedia shakespeareana; y luego con Il mestiere delle armi, donde la historia deviene a su vez, a través de la vivencia de Giovanni dalle Bande Nere, un insólito instrumento de investigación para explorar la disposición humana. Ninguna maravilla, porque es justamente sobre la base de estos instrumentos de investigación insólitos que Ermanno Olmi ha construido su cine.

Su primer largometraje, Il tempo si è fermato, rodado en 1959, nace del desarrollo de una idea precedente, y como tal representa un instrumento de investigación insólito. El precedente era La diga del ghiacciaio, un documental rodado en 1953. Olmi, entonces, trabajaba en el departamento de Cine de la Edisonvolta; y el cine industrial, esto es, aquellos documentales producidos por las grandes empresas para promover sus iniciativas en el sector empresario, gozaba en aquel período de un momento extremadamente favorable. La diga del ghiacciaio describía el nacimiento de un dique construido por la Edisonvolta en la montaña del Adamello. Seis años después, en el núcleo central de aquel documental, Olmi insertó una historia, la historia relacionada con los guardianes del dique, uno mayor y otro joven que venía a sustituir a un colega que había sido padre. De esta manera, el documental sobre el dique y sus guardianes se transforma en un encuentro entre dos mundos distintos, el encuentro entre el joven y el anciano, la obligación de la convivencia en aquel aislamiento total, los roces hasta el momento en que los dos aprenden a conocerse y estimarse recíprocamente. Incluso aquí, pues, un método de indagación más bien insólito. Un método, de todas formas, que no representa para nada una novedad si se retrocede a los documentales anteriores de Ermanno Olmi. Porque a diferencia de los otros documentales industriales en donde el acento estaba puesto en la maquinaria o en las grandes construcciones, el interés de Olmi se traslada al hombre, a las personas que construyen estas enormes instalaciones o que manejan estas maquinarias. Aquello que le interesa, de hecho, es el hombre y de la observación del hombre, la atención desciende luego hacia la persona humana y su conocimiento.

Poco después de los primeros films de Ermanno Olmi, se comenzó a discutir sobre las raíces del autor, su origen cultural, sus puntos de referencia y sus modelos. Indudablemente, el modelo era el documental, con la observación del mundo del trabajo. Il posto no es más que una visión del universo lavoral: film de una actualidad desconcertante, visto el extendido fenómeno de la desocupación juvenil y la caza del puesto fijo, perseguido como una quimera.

Siempre el mundo del trabajo; siempre métodos de investigación que escapan de los recorridos acostumbrados. I fidanzati, con el operario trasladado a Sicilia, que en la distancia recupera una relación afectiva desgastada hasta el aburrimiento por la rutina. Un certo giorno, basado en el mundo de la publicidad y del cinismo que inspiran sus habitantes. Durante l’estate, que de Un certo giorno desarrolla el concepto base, o sea, cuando el respeto de la dignidad humana es más importante que el provecho obtenido.

DE SETA SOBRE GIANNI AMELIO (1996)*

Conocí a Gianni Amelio en 1964, poco antes de comenzar a grabar Un uomo a metà (Un hombre a mitad). Estaba dando sus primeros pasos, jovencísimo, agudo, tosco como ahora. Lo tomé como ayuda, pero no llegamos a intercambiar muchas palabras; un poco, porque éramos cerrados e introvertidos los dos; y otro poco, porque yo estaba absorto día tras día en aquella película (la representación de una neurosis desde dentro). Estaba con la cámara, intentaba dialogar cada día con la película y siempre me parecía que no lo lograba. ¡Imagínense si alcanzaba a hablar con lo otros! Debió de ser un trabajo ingrato para mis colaboradores.
 
Luego nos perdimos de vista y yo me había quedado atormentado, amargado por aquel intercambio que no se había producido, por aquella amistad que no se había podido consumar. Al menos eso me parecía.
 
Después de años, se empezó a hablar de él, de sus películas, pero mientras tanto yo me había trasladado al campo y ya no iba más al cine. Había logrado ver I ragazzi di via Panisperna (Los muchachos de vía Panisperna) y me había quedado impresionado. ¿Cómo había hecho para representar con tanta precisión las figuras femeninas y sus movimientos, las personificaciones, la ranciedad de aquellos internados de Piacenza de los años treinta, si no había podido conocerlos en persona.
 
Al momento de su éxito, también internacional, no había todavía visto sus otros trabajos. Sé que Gianni había tenido palabras de reconocimiento hacia mí, pero sinceramente me sentía avergonzado, porque no alcanzaba a recordar qué cosa le hubiera podido trasmitirle. Cada vez estoy más convencido de que el arte no es más que la comunicación inmediata de un sentimiento. Y los sentimientos no se enseñan.
 
En definitiva, recientemente Paolo Minuto, me ha mandado La fine del gioco y Ladri di bambini (Niños robados). Para mí, especialmente el segundo ha sido como una revelación, como ser golpeado por un boomerang que proviene de una lejanía inesperada: una fuerte impresión de afinidad, familiaridad, alivio: una confirmación. Qué bonito que es ver después de tanto tiempo algo que se comparte incondicionalmente, que sientes tuyo. No pretendo ser ingenuo o presuntuoso, pero es así: un film bello es de todos. Al final, Gianni lograba decirme aquello que no había sido capaz de decirme oralmente. Pero del resto, ¿cómo podía haber sido de otro modo?
 
No sé si el acercamiento de Paolo Minuto al mandarme aquellos dos trabajos fue casual, pero para mí fue significativo el mirarlos juntos. La fine del gioco me ha parecido como un pasaje obligado, indispensable para llegar a Ladri di bambini (Niños robados). Mientras el primero está reducido a los límites más estrechos de la “mitobiografía” individual, el segundo desemboca en el ancho mar de la identificación, de la comunicación con los otros. Por ejemplo, los no-lugares, los espacios anónimos, deshumanizados de La fine del gioco al lado incluso de las propias vivencias personales devienen en el viaje de los dos chicos y el policía los lugares de la precariedad y la violencia del mundo entero, los mismos que discurren todos los días bajo nuestros ojos. Otro tanto, para los no-tiempo, las largas esperas, los tránsitos, los viajes interminables, los trenes detenidos dentro de su movimiento, como si atravesaran los espacios imaginarios de una memoria no rescatable, no pertenecen más a la infancia o la adolescencia de Amelio, pero se traducen en un tiempo universal que concentra todos los tiempos del mundo, de los reclusos, de las cárceles, de la deportación de siempre, en los tiempos del no-amor de la Humanidad toda, siempre prófuga y refugiada, representada por estas dos chicos injuriados y cerrada sobre sí misma en la elaboración de un dolor tan vasto que ni siquiera deja espacio al resentimiento.
 
Éste es el punto de llegada de Amelio, y éstos, me doy cuenta cada vez más, deberían ser los modos, las funciones fundamentales del arte: exponerse, comprometerse, entregarse, contar aquello que se sabe, que se siente; no proponer nunca cosas originales, elitistas, abstrusas, incomprensibles, sino revelar las cosas simples, reconocidas por todos. No dividir a los hombres, sino tratar siempre de reunirlos en un sentimiento común.
 
De frente a ciertas obras, resulta espontáneo reexaminar, discutir todo. Nos damos cuenta, por ejemplo, de la falta de adecuación y de la superficialidad de ciertos términos que el mundo clásico y renacentista nos deja en herencia. ¿Qué significa que un film sea bello? No hay nada en la fotografía, en la escenografía que sea un fin en sí mismo. Sus protagonistas no son bellos, más aún, desde el inicio parecen comunes, incluso desagradables, pero se vuelven bellos apenas les comprendemos (y les llevamos con nosotros). En Amelio eso es sobre todo una “buena” película (la verdad y la belleza están incluidas en el precio), y por esto lo amé enseguida, dado que siempre he pensado que se debería intentar hacer películas como éstas.
 
Volviendo a las palabras de reconocimiento vertidas por Gianni, muy presuntuosamente podría decir que ha sido como reencontrar un mensaje confiado mucho tiempo atrás a una botella, y descubrirlo elaborado, perfeccionado, distinto, pero al mismo tiempo similar. En ese sentido, siento que puedo aceptar sus palabras. Tal vez, por un momento, muchos años atrás, cuando comenzó a trabajar, fui una referencia para él, al menos en lo relativo al empeño, la tenacidad, la infinita paciencia que hace falta para hacer una película. Y si he podido influir, aunque fuera en un cinco por ciento, me sentiría tan orgulloso como satisfecho y contento.
 
Gianni Amelio me hace pensar a esos cardos selváticos, repletos de espinas, que cuando era chico, en Sila, un guardia de nombre Mazzei, me limpiaba trabajosamente con un cuchillo. Al final, quedaban tan pocos que entraban en el fondo de un vaso, y por el trabajo que habían costado, se comían lentamente, con arrepentimiento.
 
* Texto extraído de Il maestro impaziente, libro que acompaña el DVD Diario de un maestro, de Vittorio De Seta.
 
Traducción: Adriana Scaglione

martes, 30 de abril de 2013

OLMI SOBRE OLMI

UN AMOR SIN DOGMAS

No hay un solo modelo para querer a una persona, las posibilidades son infinitas. Sin embargo, existen corrientes de pensamiento que establecen dogmas con verdades, a las cuales es posible adherir o no. Desde mi punto de vista, no es eso lo fundamental del modelo cristiano, que es, en cambio, un testimonio del amor como donación.

Un amor que no tenga una modalidad construida de antemano, que no tenga filosofías que regulen los valores según la pertenencia a una u otra orientación religiosa. El valor de un gesto permanece siempre en el gesto.  No creo que la generosidad de alguien que se declara ateo sea menos importante que la de quien que se declara, por el contrario, creyente.

LA MUERTE

Para mí la muerte es un acto de justicia hacia todos. No hablo del miedo a la muerte, sino de la muerte misma, la muerte como una interlocutora que nos permite hacer una evaluación genuina de la importancia de la vida. El resto es una trampa. Es esa cita con la muerte la que postula la exigencia de ser más sinceros con la vida.

Extraído del libro Ermanno Olmi. L’ esperienza di Ipotesi Cinema, a cura di Elisa Allegretti e Giancarlo Giraud, Le Mani, Genova, 2000.

Traducción: Adriana Scaglione

viernes, 5 de octubre de 2012

Sobre Vittorio De Seta

Martin Scorsese sobre Banditi a Orgosolo (Bandidos en Orgosolo) *

Hace dos años, los productores italianos de Il mio viaggio in Italia, (Mi viaje en Italia, 1999) -mi documental sobre el cine italiano- me hicieron un regalo inesperado: algunas copias en 35 mm de documentales dirigidos por Vittorio De Seta entre 1954 y 1958. En total, siete films de una duración aproximada de diez minutos cada uno, seis de los cuales estaban rodados en cinemascope. Títulos encantadores como Lu tempo di li pisci spata, Isole di fuoco, Pascqua in Sicilia, Contadini del mare, Parabola d’ oro

Había escuchado hablar de los documentales de De Seta como sucede con los lugares legendarios: alguien debía de haberlos vistos de un modo u otro, pero nadie recordaba quién, cómo o cuándo. El mismo De Seta era una figura legendaria y misteriosa. Había realizado solo tres films en los años sesenta (el primero de los cuales, Banditi a Orgosolo, una obra maestra indiscutida) para después deslizarse junto con sus películas hacia una suerte de olvido. Recuerdo claramente el haber asistido a la proyección de Banditi al Festival de Cine de Nueva York al inicio de los años sesenta. Uno de los films más insólitos y extraordinarios que jamás haya visto.

La historia es simple: un pastor, injustamente acusado de un crimen que no ha cometido, es rastreado en un paisaje árido y silencioso. Su rebaño muere de hambre y él, ya reducido a la miseria, se ve obligado a convertirse en bandido. Pero también, la película es la historia de una isla y de su gente. Ambientada en las montañas de Barbaglia, en Cerdeña, el film revela un mundo arcaico, sin contaminar, donde la gente se expresa en un dialecto antiguo y vive según las reglas de entonces, considerando al mundo moderno extraño y hostil. Allí, De Seta redescubre los vestigios de una sociedad antigua a través de la cual resplandece una nobleza perdida.

El estilo del film me conmovió profundamente. El neorrealismo se había manejado en otro nivel, en el cual el director participaba completamente de la narración, donde la línea de demarcación entre forma y contenido había sido anulada, y eran los acontecimientos los que dictaban la forma. El sentido del ritmo de De Seta, el uso de la cámara, su extraordinaria habilidad para fundir a los personajes con el ambiente que los rodeaba fue para mí una completa revelación. De Seta era un antropólogo que se expresaba con la voz de un poeta.

¿De dónde venía esta voz? Cuarenta años después, al hacerme esta pregunta, he comprendido que tal vez sus documentales podían darme una respuesta. Al final, los he proyectado y me he quedado estupefacto. La desorientación y la sorpresa me invadieron desde la primera imagen, no me sentía preparado para lo que estaba viendo. Me sobrecogió una emoción intensa, como si hubiera atravesado la pantalla y me hubiera reencontrado en un mundo que no había nunca conocido, pero que de pronto reconocía.

Un mundo crepuscular. Aquello que estaba mirando era mi cultura ancestral, que se dirigía hacia su fin, a un paso de su ingreso en la esfera del mito. Me viene a la mente una escena de la película Roma, de Fellini, donde un fresco desaparece al entrar en contacto con la luz, durante la construcción de una línea de subterráneos –fragmentos de una civilización que ha alcanzado la época moderna, y donde resuena aún la música de la epopeya.

Pero no solo me había limitado a traspasar la pantalla, ahora estaba entrando en los ojos del director, como si en el acto de apropiarme de nuestras raíces comunes hubiera visto el mundo de De Seta. Estaba compartiendo su curiosidad y su estupor, dándome cuenta con tristeza, como debió de haber hecho él, que aquella era la última vez que la vitalidad de una cultura aislada se filmaba.

Estaba en la pantalla, Sicilia. Una Sicilia que en mi familia, mis abuelos fueron los últimos en conocer, una Sicilia olvidada. Un lugar donde la luz del día era preciosa y la noche completamente oscura y misteriosa. Un lugar que había permanecido inalterado por siglos, donde el estilo de vida es siempre el mismo, donde las catástrofes naturales formaban parte de la existencia, amenazando cada momento con muerte y destrucción. Un lugar donde la religión revestía una importancia primaria, donde el sufrimiento de la vida venía revuelto con las estaciones del Vía Crucis. En el fondo, esta gente se identificaba con la liturgia de la crucifixión.

Eran los hijos de Sísifo, quien había aprisionado a Tánatos para evitar el deceso de los mortales;  los hijos de Prometeo, quien había robado el fuego a los dioses para entregarlo a los humanos, y que por esto, estaban castigados para toda la eternidad. Gente que busca la redención a través del trabajo manual: en las vísceras de la tierra (Surfarara); el mar abierto (Contadini del mare); sobre las colinas (Parabola d’ oro), tirando las redes, cortando el grano, extrayendo el azufre. Gente que parecía rezar a través del cansancio de las manos.

¿De qué estaba compuesta esta alquimia? Era el cine en su esencia, donde el director no registra la realidad, sino que la vive en primera persona. En estos documentales encontré la misma humilde empatía de De Seta que había conocido cuarenta años antes, en Banditi a Orgosolo. No solo era el mundo de mis antepasados que se habría delante de mis ojos, sino que era también un cine que ya no existía más. Un cine que tenía el poder de la evocación religiosa.

La proyección había durado menos de una hora, pero el tiempo había pasado lentamente, como si hubiera vivido cada simple fotograma. Era el cine en su mejor expresión, capaz de transformar, que me había permitido comprender cosas que nunca antes había comprendido y vivir emociones desconocidas para mí. Tenía la sensación de haber hecho un viaje en un paraíso perdido.

* Texto escrito expresamente para la Cinemateca del Ayuntamiento de Bolonia, en ocasión de la presentación a la Muestra de Arte Cinematográfica de Venecia 2005 de Banditi a Orgosolo, versión restaurada por la Cinemateca de Bolonia-Laboratorio L´Immagine Ritrovata.
 
Traducción: Adriana Scaglione